SAN SEBASTIÁN / Sokolov, las columnas del Partenón
Ana García Urcola
San Sebastián. Auditorio Kursaal. 9-VIII-2021. 82ª Quincena Musical Donostiarra. Grigory Sokolov, piano. Obras de Chopin y Rachmaninov.
Cuando uno se para a mirar el mundo con un mínimo detenimiento, piensa que no hay mucho lugar para el optimismo: una pandemia azotando a diestro y siniestro, un relativismo moral absoluto, una clase política que se rige por la última tendencia en redes y —oh, último refugio— un mundo artístico cada vez más dominado por la mercadotecnia y eso que llaman ‘el gusto del público’ (?). Ante tal panorama (y perdonen ustedes mi pesimismo: a la pregunta de si veo la botella medio vacía o medio llena, yo siempre respondo que no veo ninguna botella), alguno de los consuelos posibles consiste en pensar en aquellas cosas que el ser humano ha hecho y que permanecen contra viento y marea. Y mientras escuchaba a Sokolov en el Kursaal, me vino a la cabeza la imagen de las columnas del Partenón, que siguen aguantándolo todo con esa solidez y esa elegancia. Incluso el ámbito de la música llamada clásica está sucumbiendo a la tiranía de la imagen, de la producción y postproducción, del estucado y alicatado distrayéndonos de lo esencial, porque lo esencial ya no importa, o se ha decidido colocar en lugares menos sublimes y más fáciles de manejar, vender y comprar. Y claro, llega un señor como Sokolov y no queda otra que llamar a las cosas por su nombre y dejarnos de marear la perdiz, porque sólo ofrece una cosa: MÚSICA.
Sokolov, bajo esa luz muy tenue que ya da una idea de que estamos casi ante un ritual cuyo oficiante no pretende ser nada más —y nada menos— que el medio de conexión entre las composiciones y sus oyentes, presentó ante el público donostiarra su programa anual, formado por cuatro polonesas de Chopin y los Diez preludios op. 23 de Rachmaninov. El maestro ruso parece concebir ese corpus de Polonesas como cuatro partes de una misma obra, que culminaría con la apoteosis de la muy conocida op. 53. Sus tempi son más morosos de lo habitual, no digamos si pensamos en algunas estrellas del actual firmamento pianístico, pero, como me decía un profesor, para tocar más lento de lo convencional y conferir sentido a lo que uno hace, hay que ser muy bueno. Y es el caso de Sokolov, cuyo objetivo está muchísimo más allá del alarde técnico. Que ni se lo plantea, vamos, porque ahí está y de qué manera, pero no necesita demostrar nada (no comparemos con algunas estrellas del actual firmamento pianístico). Su interpretación busca, ante todo, la coherencia y la unidad en las obras y también la perfecta dicción de la partitura gracias a una infinita gradación dinámica con un sonido siempre redondo y bien timbrado y proyectado (no comparemos… etc.). Evidentemente, se pueden preferir versiones más ligeras en el mejor sentido de la palabra, con un tono menos trágico, pero la realidad es que ese enfoque un tanto sombrío de la obra de Chopin es magnífico en sus dedos. No se puede cantar mejor cada voz, inclusive en esa prodigiosa mano izquierda, ni ser más elegante.
En cuanto a los Preludios op. 23 de Rachmaninov, la arriba firmante confiesa no ser precisamente una fervorosa admiradora del compositor que dio su último suspiro en Beverly Hills, pero hube de rendirme ante la interpretación de Sokolov, contenida e íntima y con un despliegue de medios técnicos y sonoros absolutamente excepcional. Desde la dulzura y emoción del nº 4, pasando por la arrolladora alegría del nº 2, el lirismo del nº 6 o las exigencias técnicas de los 7, 8 y 9 que pasmaron por el virtuosismo digital del ruso, todo el conjunto supuso un verdadero gozo para los amantes del mejor pianismo.
Y comenzó la catarata de bises, inaugurada por los Intermezzi op. 118 nº 2 y 3 de Brahms. y seguida por el Preludio en Do sostenido menor nº 20 y la Mazurka op. 68 nº 2 en La menor de Chopin, el Preludio op. 11 nº 4 en Mi menor de Scriabin y el coral para órgano transcrito al piano Ich ruf zu Dir, Herr Jesu Christ de Bach. De todo este conjunto, decir que no puedo sino mostrar mi admiración ante alguien que es tan respetuoso con el texto y que sin embargo, consigue aportar nuevas luces a obras tan conocidas: desde ese coral central del primer Brahms interpretado con una sonoridad rotunda pero tan íntima o esa mano izquierda del segundo, hasta esa interpretación casi schubertiana de la Mazurka que destaca precisamente unas filiaciones no bastante puestas en relieve, pasando por ese Bach tan difícil para obtener una interpretación satisfactoria al piano y que fue absolutamente estremecedor.
Solidez, elegancia y una exquisita sensibilidad. Menos mal que nos quedan columnas como Sokolov.